Tras un duro curso en el que nos enfrentábamos a nuevos compañeros, una nueva tutoría, nuevos alumnos, 33 concretamente, el mayor número que había tenido hasta ahora, toca reflexionar sobre todo lo que hemos llevado a cabo, aquello con lo que hemos disfrutado y aquello que consideramos que deberíamos cambiar.
Pero antes de enfrentarme a esa reflexión resulta que son mis pequeños duendes, mis 33 alumnos, quienes han conseguido ponerse de acuerdo para sorprenderme en esta ocasión a mí. ¡Y vaya si me sorprendieron! Habían preparado toda una gymkana en la que tenía que ir por las distintas partes del colegio, superando pruebas, resolviendo acertijos, encontrando nuevas pistas, completando puzzles y superando retos que ellos mismos habían pensado y diseñado para mí.
La recompensa final por completar el recorrido y superar todas las pruebas era una fofucha como yo, con todos los detalles imaginables, mis gafas, las llaves que siempre llevo colgadas, la funda del ordenador, etc... y un libro, en el que cada uno de los alumnos, dedica una página a escribir lo que más le ha gustado del curso o sus impresiones generales sobre éste. Este último, es el mejor regalo que como maestra puedo recibir, el cariño de mis alumnos y comprobar que efectivamente he llegado a sus corazones, consiguiendo de alguna manera mostrarles que otro modo de educación, basada en el juego, en las experiencias y cooperativismo es posible y además mucho mejor.
Me siento especialmente orgullosa ya que habitualmente trabajo en primaria, y aunque mi modo de dar clase en esta etapa es similar a FP, a mis alumnos de primaria les queda todavía mucho camino por recorrer, en cambio con los alumnos de FP es diferente, ellos están tan cerca de ser educadores que el hecho de mostrarles alternativas a la educación tradicional y comprobar que realmente han aprendido y disfrutado con ello me hace sentirme especialmente orgullosa e ilusionada para continuar aportando granitos de arena hacia la transformación educativa.
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